Artículo tomado de: www.laopinióndemalaga.es
Por: Jesús Aguado Fernández
Según leímos en este mismo periódico hace unos días, un científico, James Marshall, ha llegado a la conclusión de que el cerebro humano funciona como los colectivos de hormigas, abejas y otros insectos altamente sociables. Dicho más o menos con sus palabras: la actividad neuronal combinada es semejante a la toma de decisiones de determinados sistemas biológicos como estos citados de las hormigas o de las abejas.
Hormigas, abejas: las neuronas, a la luz de esta teoría, no aparecen, de repente, como formando parte de un mecanismo de relojería (ese Reloj Divino que llevamos los seres humanos dentro de la cabeza y que nos ponen, desde Aristóteles y Tomás de Aquino hasta Hegel u Ortega y Gasset, al frente de la Creación) sino como sencillos e inofensivos individuos correteando o revoloteando a lo largo y lo ancho de la cavidad craneal.
Ya sé que es una metáfora o una simple comparación para que los que no somos científicos entendamos lo que el señor James Marshall habrá estado estudiando durante muchos años de pacientes observaciones y sesudos estudios.
Días y días mirando con lupa y filmando las idas y venidas de esos bichitos.
Tratados y más tratados sobre cognoscitivismo, fisiología, neurología, entomología, psiquiatría, teoría de sistemas, cosmología, supercuerdas: algunas de las materias que, aunque sea de manera tangencial, supongo que tienen que ver con su investigación.
Una metáfora, en todo caso, feliz, afortunada, repleta de derivaciones interesantes: ganamos mucho si pensamos que la sede de nuestras ideas y de nuestras pasiones (sede compartida, para ser exactos, con el corazón, al que tampoco cuesta nada imaginar horadado como un hormiguero u organizado como las celdillas de una colmena) no es una máquina sino un espacio burbujeante de vida, habitado por una miríada de individuos que negocian su convivencia de manera tan natural, eficiente y equilibrada.
Las hormigas, como se sabe desde hace mucho, reparten sus funciones (vigilantes, exploradoras, cosechadoras, reproductoras, almaceneras, luchadoras, pastoras, zapadoras, constructoras) sin conflictos, algo que, como también y por desgracia sabemos, nos cuesta mucho hacer a los humanos.
Ahora, gracias a este estudio científico, tenemos la solución al alcance de la mano, porque a partir de ahora bastará con que uno se concentre en su cerebro y sienta cómo opera (sienta el trajín de sus laboriosas hormigas recorriéndolo en todas direcciones) para tener un modelo de conducta que podrá extrapolar a su pareja, a sus vecinos, al barrio donde reside, a su país e incluso al mundo. Seamos más hormiga y menos hombres podría ser el lema de esta revolución.
O este otro: hagamos que aflore nuestra hormiga interior.
En cualquier caso, no estaría de más que regresáramos al niño o la niña que una vez fuimos fascinados por las hileras de hormigas, por los agujeros en la tierra por donde se introducían (o dentro del cual nosotros introducíamos un palito con miel que en seguida desaparecía envuelto por hormigas enloquecidas y que soltábamos con un grito de terror entusiasmado), por esa fuerza descomunal que les permite llevar una carga siete veces superior a su peso corporal, por el caos ordenadísimo que recuperaban en segundos cuando las desbaratábamos de un puntapié.
Porque quizás si nos damos cuenta a tiempo de que nuestro cerebro es un hormiguero o una colmena, y no una fábrica de mentiras, de injusticias o de violencia, tengamos una nueva oportunidad como especie. Y sepamos aprovecharla.
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